Arqueología aeronáutica
En esto de la investigación de historia aeronáutica hay temas que me resultan apasionantes. El de los aviones civiles de nuestra protohistoria es uno de ellos. Para el que se inicia en la afición por conocer acerca de la aviación chilena tal vez resulte un asunto árido, difícil de abordar, carente de fuentes, y –por lo mismo– desincentivador. Parte de eso es cierto.
Sin embargo, basta ponerse un poco en los zapatos de los contemporáneos de esos años locos y ver lo interesante que resultó construir algo donde no había nada. Hoy parece estar todo tan armado o moviéndose con el switch del piloto automático que –aceptémoslo– a nadie le importa demasiado. Estamos, finalmente, acostumbrados.
Una de las investigaciones que tengo en ejecución y que denomino “de largo aliento”, es precisamente una relacionada con la reconstitución pormenorizada del inventario de los aviones civiles existentes en Chile hasta antes de agosto de 1942. Sólo tres cosas para precisar:
La primera: es “de largo aliento” no sólo por lo trabajoso que resulta el proceso de armado de esta detallada base de datos, sino que también debido a que la tarea de descubrimiento tiene algo de insano disfrute para los que somos busquillas, o ratones de archivos, o tenemos el gusto de encontrar pistas aparentemente inocentes en ajados documentos amarillos o imágenes en blanco y negro, y ver cómo el rompecabezas agrega cada día un acierto en el armado.
La segunda: el cuento este es muy caro. Sí, porque requiere de un trabajo de preproducción –y luego producción– en el que hay invertir no sólo sus buenos pesos, sino que también mucho tiempo y esfuerzo.
La tercera: agosto de 1942 no es una fecha aleatoria o arbitraria. En realidad corresponde al período a partir del cual la Dirección de Aeronáutica empezó a inscribir los aviones civiles de nuestro país en el llamado Registro Nacional de Aeronaves, y gracias al cual –a pesar de las 41 ½ críticas que se le puede hacer al trabajo de la época más antigua– es un archivo público que sirve de mucho en este proceso de rearme histórico que a algunos nos interesa.
Antes de esa fecha los aviones también se registraban, matriculaban y clasificaban, aunque de eso no queda huella pública al estilo de los actuales libros del Registro (en el sentido de asientos sistemáticos redactados eventualmente por la autoridad). El mismo hecho de que la Dirección nominara como “Libro 1” al registro que se inicia a contar de 1942, da una idea de cómo era la cosa en esos años (aunque no descarto la intervención de algún “coleccionista” que tenga algo "guardado" por ahí).
Pero papeles y fotos hay. Aprovecho de reconocer acá el trabajo de los que en esa época –cuando no existían cámaras digitales ni teleobjetivos todopoderosos– se preocuparon de hacer las fotos que nos han iluminado hoy día, o a aquellos que visionariamente recogieron los datos exactos, o los detalles esenciales, que hoy permiten hablar de estas cosas medianamente bien.
Como muestra del trabajo, dos botones: la foto que encabeza esta nota muestra a un avión civil nacional de los años ’20, específicamente un Morane-Saulnier con motor de 60 hp (un T-35 Pillán de hoy día tiene uno de 300, aunque la comparación es muy burda, lo acepto), perteneciente al aviador Eleodoro Rojas, quien solía volar los aviones que obtenía en arrendamiento de Clodomiro Figueroa. Cuenta el historiador Enrique Flores que Rojas resultó beneficiado con una donación de platas por parte de la comunidad tarapaqueña, dinerillos con los cuales se trasladó a Francia para adquirir este aeroplano. Regresó a la patria en julio de 1918 con el avión bajo el brazo, bautizándolo en la ciudad de Iquique como –nobleza obliga– Tarapacá (o TARAPACA, como figura en el aparato). Ese mismo año habría sufrido un accidente en Chillán (del que tengo pistas, pero que rastreo más circunstancias específicas) y otro en 1925, en la pampa, el que es descrito por la foto de arriba, la que apareció en la Revista FACh (N° 125, p.83), de las ediciones de la época de oro de esa publicación (años ’70).
Sin embargo, basta ponerse un poco en los zapatos de los contemporáneos de esos años locos y ver lo interesante que resultó construir algo donde no había nada. Hoy parece estar todo tan armado o moviéndose con el switch del piloto automático que –aceptémoslo– a nadie le importa demasiado. Estamos, finalmente, acostumbrados.
Una de las investigaciones que tengo en ejecución y que denomino “de largo aliento”, es precisamente una relacionada con la reconstitución pormenorizada del inventario de los aviones civiles existentes en Chile hasta antes de agosto de 1942. Sólo tres cosas para precisar:
La primera: es “de largo aliento” no sólo por lo trabajoso que resulta el proceso de armado de esta detallada base de datos, sino que también debido a que la tarea de descubrimiento tiene algo de insano disfrute para los que somos busquillas, o ratones de archivos, o tenemos el gusto de encontrar pistas aparentemente inocentes en ajados documentos amarillos o imágenes en blanco y negro, y ver cómo el rompecabezas agrega cada día un acierto en el armado.
La segunda: el cuento este es muy caro. Sí, porque requiere de un trabajo de preproducción –y luego producción– en el que hay invertir no sólo sus buenos pesos, sino que también mucho tiempo y esfuerzo.
La tercera: agosto de 1942 no es una fecha aleatoria o arbitraria. En realidad corresponde al período a partir del cual la Dirección de Aeronáutica empezó a inscribir los aviones civiles de nuestro país en el llamado Registro Nacional de Aeronaves, y gracias al cual –a pesar de las 41 ½ críticas que se le puede hacer al trabajo de la época más antigua– es un archivo público que sirve de mucho en este proceso de rearme histórico que a algunos nos interesa.
Antes de esa fecha los aviones también se registraban, matriculaban y clasificaban, aunque de eso no queda huella pública al estilo de los actuales libros del Registro (en el sentido de asientos sistemáticos redactados eventualmente por la autoridad). El mismo hecho de que la Dirección nominara como “Libro 1” al registro que se inicia a contar de 1942, da una idea de cómo era la cosa en esos años (aunque no descarto la intervención de algún “coleccionista” que tenga algo "guardado" por ahí).
Pero papeles y fotos hay. Aprovecho de reconocer acá el trabajo de los que en esa época –cuando no existían cámaras digitales ni teleobjetivos todopoderosos– se preocuparon de hacer las fotos que nos han iluminado hoy día, o a aquellos que visionariamente recogieron los datos exactos, o los detalles esenciales, que hoy permiten hablar de estas cosas medianamente bien.
Como muestra del trabajo, dos botones: la foto que encabeza esta nota muestra a un avión civil nacional de los años ’20, específicamente un Morane-Saulnier con motor de 60 hp (un T-35 Pillán de hoy día tiene uno de 300, aunque la comparación es muy burda, lo acepto), perteneciente al aviador Eleodoro Rojas, quien solía volar los aviones que obtenía en arrendamiento de Clodomiro Figueroa. Cuenta el historiador Enrique Flores que Rojas resultó beneficiado con una donación de platas por parte de la comunidad tarapaqueña, dinerillos con los cuales se trasladó a Francia para adquirir este aeroplano. Regresó a la patria en julio de 1918 con el avión bajo el brazo, bautizándolo en la ciudad de Iquique como –nobleza obliga– Tarapacá (o TARAPACA, como figura en el aparato). Ese mismo año habría sufrido un accidente en Chillán (del que tengo pistas, pero que rastreo más circunstancias específicas) y otro en 1925, en la pampa, el que es descrito por la foto de arriba, la que apareció en la Revista FACh (N° 125, p.83), de las ediciones de la época de oro de esa publicación (años ’70).
El segundo es un raro documento inédito que conseguí por ahí (no en el Museo Aeronáutico, por si acaso), y que da cuenta del fenómeno que mencioné más atrás, y del que ahora muestro sólo algunas de sus partes. Es el Certificado de Matrícula del Junkers (Ju.86) CC-220 de la Línea Aérea Nacional, extendido el 26 de diciembre de 1938, nada menos que cuatro años antes del primer registro de 1942. Este solo papel desmiente a aquellos que creen que me haría más que bien una saludable visita al siquiatra.